Una se vuelve feminista con su propia historia

Por Lucas Leceiba Yona

Siendo una niña de clase media en México, perteneciente a una familia de izquierda y poco convencional, me percibí siempre en extremo sensible ante los esquemas opresores (morales, políticos y sociales) que son perpetuados y abanderados como la «norma», la buena usanza. Simbólicamente, ya se gestaba un propio juicio y deconstrucción ante lo establecido aun antes de mi nacimiento; gracias al legado de abuelas y abuelos profesionistas, científicxs librepensadorxs y atexs; siendo hija del segundo matrimonio de ambos padres, ningún bautizo, catecismo, ni primera comunión; ningún tabú, muchos libros y educación sexual… Describo este peculiar entorno porque demuestra que en mi casa no había estigmas acerca del divorcio, ni mandamientos religiosos, ni dogmas asociados al pecado. Mucho menos experimenté una educación sexista que dictara normas y atributos de lo que debía ser una niña o un niño; cosa que asumo como un gran beneficio a mi favor. Sin embargo, fue necesario buscar nuevos enfoques, reinventarme y pasar por duros procesos de toma de conciencia para entender la vastísima jurisdicción del patriarcado, que define cada suceso de vida, cada relación, cada pensamiento por más libre que se presuma.

Así, paradójicamente, en conflicto, entendí a golpes mi lugar en la cadena alimenticia del machismo. Me vi obligada a desmenuzar y analizar cada una de mis experiencias como niña y mujer. Perpleja, en negación. Pues ¿Cómo podía una persona como yo ser amante de hombres abusadores? ¿De qué manera explicarme a mí misma el haber llegado repetidas veces a ser víctima de maltrato? Y peor aún, ¿De dónde venía esa misoginia internalizada que tardé tanto en detectar?

Retomando mi infancia y crecimiento, no es que me resultara particularmente difícil relacionarme con otras niñas. En general podía lograrlo, pero algo no encajaba. Resultaba simple y aburrido, era como fingir. Me chocaban las clases de ballet a las que me llevaban y no por la práctica (disfrutaba la danza y era bien evaluada como alumna); más bien, las compañeras lo convertían en un tema monótono, pues ser parte de ese grupo imponía una imagen, un modo de hablar, de relacionarse, que yo no quería adoptar (y de haber querido no lo hubiese logrado). Me sentía de otra especie, salvaje y rebelde.

Siendo una adolescente no podía ajustarme a lo que se esperaba de mí. Mis padres recibían constantes reportes de las autoridades escolares debido a mi comportamiento. Fallaban porque eran incapaces de demostrar que hiciera algo malo. Fui una estudiante de buenas calificaciones, no molestaba a nadie. Simplemente, no me portaba como debía hacerlo una jovencita de mi edad. Lo cual -decían- era una pena, especialmente por “esa cara tan bonita” que tenía yo.

Empezó el bombardeo referente a la virginidad en términos en los que nunca me habían hablado mis padres ni los libros de educación sexual: Si yo seguía con esas actitudes, mi virginidad estaba en peligro, por lo tanto, lo estaba mi futuro, mi reputación y la posibilidad de ser amada. Muchxs me hicieron llegar ese mensaje cargado de vergüenza: maestrxs, compañerxs de clase, madres de familia… lo hacían como si estuvieran ayudando. Era “por mi bien”.

Entonces recibí los primeros golpes. Fui expulsada del colegio sin ningún motivo ni explicación. Perdí amigxs porque les prohibieron juntarse conmigo. Hubo una señora que me agredió física y verbalmente por tratar de ayudar a su hija cuando ella misma la corrió de su casa al enterarse que había tenido relaciones con su novio. Llamó a su hija “su copa de cristal”, que ahora estaba rota. Y a mí me llamó puta. Mis padres intentaron contener esta serie de decepciones diciendo que el mundo era así. Que tenía que acostumbrarme a que toda mi vida habría gente que me vería mal. Simone de Beauvoir tenía razón, una no nace mujer; a una la vuelven mujer.

Como mujer adulta, me veía libre y emancipada. Entendía que, gracias a privilegios heredados, era capaz de llevar una vida digna. Consciente de que mis problemas más considerables, no eran nada comparados con los de otras mujeres menos favorecidas. Sobre todo, siempre me sentí muy afortunada (un caso raro y especial), de jamás haber sido víctima de un abuso sexual. Sabía que era algo excepcional, porque más de la mitad de las mujeres que conozco me habían confesado haber pasado por eso. Fue entonces cómo poco a poco fui comprendiendo que, sí, eran más de la mitad de las mujeres que conozco… pero sólo se trataba de las pocas que hasta entonces se habían atrevido a contar su historia; y que yo era una de las que no lo estaban haciendo porque no lo había aceptado por completo. La violencia de género, las violaciones y abusos sexuales son cosas tan habituales que, muchas veces, una no sabe cómo empiezan, cómo se dieron y/o cómo nombrarlas. Hoy sé dos cosas que antes no sabía: 1- No son más de la mitad, somos todas. 2- Yo misma he sido violada múltiples veces.

«vivir una vida feminista consiste en hacer que todo sea cuestionable»

Nací en el país donde se origina el término feminicidio por la alarmante y brutal realidad que nos extermina y en un mundo en el que todavía hay quienes alegan que no existe tal cosa. Dice Sara Ahmed que vivir una vida feminista consiste en hacer que todo sea cuestionable; los cuerpos que habitamos, las familias de la que venimos, las parejas que formamos. He botado a la basura la idealización de las bondades de mi familia atea y progresista, pues de ahí viene el dolor que me atraviesa. “Una se vuelve feminista con su propia historia”, leí hace poco por ahí. Por todo lo anterior, me nombro feminista. Algo que hace 10 años no me hubiera atrevido a hacer porque es una palabra que repele y desprestigia. Soy una feminista de las afortunadas, y por eso hago uso de mis privilegios estudiando teoría, filosofía e historia de las mujeres; poniendo la vida y el cuerpo si es necesario para luchar por las otras. Pero también practico el autocuidado para lamer mis heridas y elegir mis batallas para evitar vivir en completa frustración. Porque más allá de los ataques, los reveses y el rechazo, el feminismo está ganado todas y cada una de sus batallas desde sus primeras manifestaciones. Sólo una mujer sabe el dolor y la opresión que se vive día con día, por eso estoy convencida de que somos las más capacitadas y sensibles para lograr el cambio, somos las mujeres quienes transformaremos este mundo. El feminismo vencerá, eso lo puede saber cualquiera que lea acerca de su historia. Son diversas luchas, diversos entornos y problemáticas tan añejas como complejas; sin embargo, estamos en el lado correcto de la historia. Lo vamos a tirar.

 

 

 

 

 

 

 

 

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